Los informes periciales y la deontología profesional, fue uno de los temas que se trataron en el Simposio celebrado hace unos días, en la Facultad de Derecho de Zaragoza, y en el que como Presidente de la Sociedad Aragonesa de Psiquiatría Legal, tuve ocasión de intervenir.

En dicho simposio, como siempre suele suceder, se concluyó con un intercambio de opiniones con los asistentes, ello es muy fructífero, especialmente en la discrepancia, si es conducida por el cauce del respeto personal y no de la falacia ad hominem. Lamentablemente, no todo el mundo está capacitado ni para escuchar críticas ni para replicar adecuadamente.

En ese marco, un fiscal de esta ciudad, entiendo que hablando a título personal y no en nombre de esta alta institución del Estado, porque flaco favor haría a tan insigne cuerpo, sostuvo sin empacho alguno el carácter de los informes emitidos por los profesionales a instancia de alguna de las partes, como una suerte de “informes a la carta” y que solo presentan la parte de la realidad que conviene resaltar.

Frente a ello, lanzó un mensaje de defensa de la probidad de los informes de los Médicos Forenses, contraponiéndose a mi discurso, donde, esencialmente, aduje las enormes dificultades de que tales dictámenes puedan rebatir, en igualdad de condiciones científicas, al de cualquier especialista en cierta materia. Es decir, para que nos entendamos, difícilmente puede saber más un médico forense de psiquiatría que un psiquiatra o de ginecología, que un ginecólogo. Esto es algo tan elemental que es comprendido, intuitivamente y sin conocer nuestro oficio a fondo, por cualquier ciudadano medio.

Por ello, debo aprovechar este espacio público para, ante una critica pública y desaforada como la que hizo, no solo de mi persona, que francamente me es absolutamente indiferente, pero sí de mi trabajo y del trabajo de mis compañeros, miembros de esta sociedad científica que presido, y cualesquiera otros, de las diversas especialidades médicas, romper una lanza necesaria a favor de la realidad de lo que supone peritar ante los Tribunales.

El fiscal en cuestión, cuyo nombre me van a permitir que no revele, por no hacer más leña, enfatizó en mi condición de médico forense titular, para cuestionarme, precisamente a mí, por no defender esa omnipotencia del informe “público” de un forense, y su capacidad de rebatir a un especialista. Evidentemente, soy forense, pero también, soy psiquiatra. Es decir, he hecho ambos caminos, superado tres oposiciones públicas y tengo la autoridad para poder defender el trabajo de mis compañeros, especialistas en cada una de sus materias, como para poder valorar positivamente a los forenses, también compañeros, que conocen de ciertas limitaciones y hacen informes impecables en ciertos aspectos donde, efectivamente, son los más capacitados.

Ahora bien, no puedo aceptar ni se debe tolerar que se cuestione sistemáticamente, de una manera torticera y mezquina, la labor de los peritos “de parte”, como una suerte de “longa manu” del abogado, es decir, como una suerte de siervos a quienes se compra su dictamen. Como tuvo ya ocasión de replicar otro de los ponentes, un penalista y especialista en derecho sanitario, si un fiscal de Zaragoza o de cualquier lugar tiene pruebas (no meras conjeturas mentales, por no decir algo más procaz), de una suerte de manipulación, de alteración de la realidad con reticencias o inexactitudes, por parte de un perito, debe denunciarlo (y sino, quien incurre en la ilicitud, es precisamente, ese fiscal, al no perseguir los delitos, una de sus principales funciones).

Pensar, por otra parte, que un especialista médico, después de un mínimo de 10 años de formación, seguida de un ejercicio profesional durante bastantes más -es difícil empezar a peritar el día siguiente a acabar la residencia de la especialidad-, pueda “venderse” por el precio de un informe, por 1000, 2000 o 4000 €, sinceramente, es pecar de una estulticia considerable o ponerse, a uno mismo, una etiqueta de precio muy baja.

Ningún profesional serio se vende por dinero, y menos aun, por esas cantidades, cuando el castigo, en caso de ser encausado por ello, supone, además de una posible pena de cárcel, la inhabilitación profesional por años, es decir, dejar de ser aquello para lo que uno ha dedicado el grueso de su vida y de su juventud. De locos.

En un momento como el actual, negar la necesidad de especialización, es algo que ni los propios forenses lo hacen (en su mayoría, siempre hay reticentes en todos los sitios a la evolución). Es necesario que haya formación específica. De lo contrario, se lucha solo desde la presunción de imparcialidad, pero sin las herramientas que determinan un informe: los conocimientos específicos de la materia, actualizados y contrastados con años de práctica. Para poder valorar no solo las patologías, sino la conducta de otros profesionales, como a los forenses muchas veces compete, o se está al mismo nivel de conocimientos y especialización, o la balanza del conocimiento se desequilibra irremediablemente. Yo soy psiquiatra y forense, nunca sabré tanta cardiología como el cardiólogo menos estudioso. Y desde luego, para valorar si un piloto de avión vuela bien o mal, no basta con hacerlo desde una torre de control, sin haber llevado nunca semejante aparato… Insisto, lógica elemental.

El conocimiento médico no es un bien demanial, no pertenece solo al Estado y a sus funcionarios, sino que hay cientos de profesionales “privados” que hacen una excelente labor de cooperación a la Justicia. Sirva como ejemplo, porque en ese foro se puso, magníficamente, el del Dr. Etxeberria, en el caso fatídico de José Bretón y los niños de Córdoba. Sin aportaciones así, no se habría alcanzado la Justicia material en muchos asuntos.

Por ello, sirvan estas líneas tanto para prestigiar a los médicos forenses que saben y conocen su labor, desarrollándola con magnifico resultado; así como a los miles de especialistas, que colaboramos con la Justicia, a instancia de cualquiera de las partes, sobre los que no se puede tolerar más tiempo que tan prosaica distorsión de algunos profesionales, lleve un descrédito inmerecido a tan imprescindible función.